Lo tenía todo...
No tenía nada.
Sólo le mantenía en pie un suspiro diario
al oir el despertador.
Se vestía tosiendo el último cigarrillo de ayer.
Ese, el último. "Si no fumara tanto..." se decía.
Pero rebuscaba en su bolsillo el dinero suficiente
para pagar otra cajetilla.
Llegaba, más pronto o más tarde, al trabajo.
Allí era útil. Lo sabía porque le pagaban.
Y ya sabía que nadie regala nada...
aunque a veces lo dudaba.
Y así pasaba la mañana, ensimismado,
en su faena siempre casi repetida.
Y allí, a toques de sirena, siempre ruidosa,
comía o tomaba café.
Cuando sonaba la última ( aunque nunca lo era ),
despertaba del letargo rutinario. Y entonces,
cuando ya estaba realmente vivo,
se encontraba a solas en esa capacidad agobiante
de poder hacerlo todo, para nunca hacer nada.
Otra vez. La casa, llena de vacios. Ella, lamentosa, refugiaba su pena.
La llama... "Sí, estoy aquí... Me sentía mal... No quería estar sola...
Te dejé arroz en la nevera...
Te quiero.......PPIIII.....PPIIIII....PPIIII...".
Así que se preguntaba por qué no pondrían música en los teléfonos...
El juguete nuevo. Para buscar nuevas vidas donde hallar fin a la rutina.
Llenas de amor, juegos, dibujos e ilusiones.
Sentimientos surgidos de nuevo, como escapados de su niñez,
volvían a visitarle. Se sentía feliz.
No sabía si era sano aquéllo y le intrigaba.
Mientras, otra cerveza, refrescaba su garganta,
otro cigarrillo (de otra cajetilla) se la quemaba.
Pero el miedo que siempre llega. Y esa melancolía dichosa,
de vergonzosa autocompasión. La pena que cantaba Lorca, la negra.
La de irse a la oscuridad de la alcoba, para esperar ese nuevo día...
El despertador suena...
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